Yo que tanto te quiero es el emocionante homenaje de una hija a su madre luchadora y desdichada que la amó tanto como la torturó por no saber cómo amarla, la pieza clave de un rompecabezas que comenzó en la primera novela El final del ave Fénix de la que la autora quedo finalista del premio Planeta en 2007. Continuó la segunda novela Las guerras de Elena. Con esta novela tercera novela de Marta Querol Yo que tanto te amo, finaliza la trilogía.
Yo, que
tanto te quiero - Marta Querol
Yo, que tanto te quiero es la tercera y mejor obra de Marta Querol,
una novela que leída aisladamente es magnífica, y puesta en relación con las
dos anteriores culmina una tarea colosal, impropia de estos tiempos. Un
proyecto literario surgido de una necesidad vital, personal, que da un sentido
profundo a cada línea.
Hace ya unos años Lucía
Company, la protagonista de Yo, que tanto te quiero, firmó el inolvidable
prólogo de El final del ave Fénix.
En él Lucía comparte los últimos momentos con su madre, Elena Lamarc, echa la
vista atrás y trata de hacer lo más difícil en un momento así: comprender. Con
el alma ahíta de amor y amargura se pregunta por qué la vida fue como fue, por
qué siempre fue tan difícil, incluso imposible, el entendimiento entre ellas.
Fruto de esa necesidad
de entender, en El final del ave Fénix supimos por qué Elena era como
era, y para hacerlo fue preciso remontarse a sus padres, a los abuelos de
Lucía, para comprender a la niña que fue Elena, a la adolescente, a la mujer
joven que tuvo que enfrentarse a una familia extraña y a la vida en una época
donde ser mujer no era sencillo.
Más tarde, en Las guerras de Elena supimos
cómo la madurez siguió forjando el difícil carácter de Elena Lamarc a través de
experiencias dolorosas, de dificultades injustas propias de una sociedad
prejuiciosa donde la mujer estaba relegada. Llegada a la madurez, las guerras a
las que alude el título acabaron de endurecer su carácter, cuando una vida
sosegada podría haberlo aplacado.
Ya
sabíamos por qué Elena era como era, por qué su carácter era tan duro, exigente
y esquivo. La vida no le había dejado otra alternativa. Pero faltaba algo para
cerrar el círculo. ¿Por qué, siendo Elena así, su hija Lucía se había llegado a
distanciar de ella para luego, más tarde, volver a unirse y superar todo en los
momentos finales de la vida? ¿Cómo era vivir junto a una madre como Elena? O lo
que es lo mismo: ¿Por qué aquel desgarrador prólogo? ¿De dónde había surgido la
necesidad de contar toda una vida, de explicarnos todo con tanto detalle? ¿Por
qué alguien había sentido la necesidad de contar con tanto esfuerzo cómo era
Elena Lamarc? Nos faltaba la visión de Lucía. Y esa visión llega en Yo,
que tanto te quiero, porque Lucía, que tanto quiso a su madre, también sufrió
lo indecible por su culpa. Y es preciso reflexionar para comprender, ponerse en
el lugar del otro y luego en el propio para acabar de entender. Es así como
esta novela cierra el círculo de una trilogía memorable. Porque fue Lucía, que
tanto quiso a su madre, quien escribió la primera y dolorosa línea de aquel
formidable prólogo, y la escribió, precisamente, porque tanto la quería, tanto
la quiso y tanto la quiere; y por eso, una vez nos ha contado por qué su madre
fue como fue, pasa a explicarse.
Y Lucía escribe porque
se siente culpable aunque haya sido inocente. Porque Lucía fue una niña hija de
un matrimonio separado en los tiempos en que nadie se podía separar, porque se
vio en medio de una lucha de egos, porque se sintió responsable de disputas que
ni siquiera podía llegar a entender, porque creció con una madre hambrienta de
afecto y tan endurecida por la vida que devoraba la de su propia hija, porque
conoció la soledad.
Yo, que tanto te
quiero es una gran novela sobre el sentimiento de culpa. Pero a diferencia
de Raskolnikov Lucía Company no ha hecho nada. Nada en absoluto. Solo querer.
Querer a sus padres como toda niña los quiere. La culpa surge cuando al
quererlos no los encuentra y no puede asimilarlo, cuando no halla en ellos ni
la seguridad ni la confianza que necesita, cuando al buscarlos solo encuentra
soledad, cuando ella misma, sin hacer nada y muy a su pesar, se transforma en
motivo de disputa entre las personas que más ama, cuando esas personas se
transforman en sus carceleros, cuando cualquier acontecimientos que para el
resto de los mortales es feliz, a ella le origina una nueva herida en el alma.
Y así vemos cómo Lucía,
la niña de apenas diez u once años que comienza la novela en el mismo
traumático momento en el que terminó Las guerras de Elena, se va
convirtiendo en una adolescente tímida e insegura que no cree merecer nada
porque nunca nadie le ha dado otra cosa que exigencia o distancia, una mujer
que deja atrás la adolescencia siendo capaz de dejar que otros jueguen con sus
sentimientos porque nunca ha podido vivir de otra manera ni se siente con
derecho a pedir más; una mujer que llega a ser una joven trabajadora y
estudiosa, bien intencionada, noble y sin otro afán que ser capaz de respirar
por sus propios medios, una joven que llegará a ser madre y la mujer madura
que, por fin, alcanza a comprender, poco a poco, dolor a dolor, humillación a
humillación, que sus padres no fueron sino personas normales, con tantas
ambiciones como limitaciones, que la quisieron con toda su alma pero no
supieron cómo quererla, que le hicieron daño por no saber evitarlo, que
hicieron lo que hicieron porque eran tan débiles como ella. Y con la
comprensión surge en Lucía la necesidad de redención que da sentido a toda la
trilogía, que se transforma así en un inmenso acto de amor.
Si Yo, que tanto
te quiero tiene una enorme carga de profundidad, es porque todo surge del
relato de una vida normal, donde las grandes aventuras son, simplemente, las
desavenencias, las carencias afectivas, el egoísmo... Todo transcurre, como
indica el título de sus diferentes partes, «entre bodas y funerales», entre la
vida y la muerte, que es como transcurre la vida: entre lo bueno y lo malo,
entre la esperanza y la certeza de que nada es para siempre.
Amores y desamores,
intereses económicos y el enfrentamiento de caracteres alocados y nobles, como
el de Carlos, con caracteres también nobles pero endiablados hasta la crueldad
involuntaria, como el de Elena, histéricos y malignos como el de Verónica y
nobles, bondadosos y sedientos de dignidad como el de Lucía, nos llevan de
forma ágil y amena por la vida de una persona, de una mujer, de Lucía Company
Lamarc, a la que acompañamos al colegio cuando es niña, con la que vivimos el
veintitrés de febrero de 1981, a quien acompañamos en sus primeras juergas, en
sus descomunales cogorzas, en sus primeros escarceos sexuales, en sus amoríos,
en sus modestos sueños, en todos los acontecimientos familiares, buenos y
malos, desde el matrimonio a la maternidad o la enfermedad de unos u otros,
pasando por el adiós a quienes se van para, al final, porque así lo exige la
vida, afrontar la pérdida de aquellos a quienes más quiso y, en este caso,
también más daño le hicieron, de aquellos de quienes pudo despedirse pensando,
al mirarlos a los ojos en el último momento , «aquí estoy yo, a tu lado, no te
vas en soledad porque aquí estoy yo, yo, que tanto te quiero».
Si bien las escenas
emocionalmente intensas se suceden, Marta Querol las trata con
exquisitez. Sin rastro de sensiblería. En una novela con abundantes situaciones
que se prestan a la lágrima fácil ha huido de este recurso. Si la novela
conmueve es precisamente por lo contrario, porque si algo origina es la lágrima
dura, la que brota como último recurso, cuando ya nada más queda por hacer.
Siendo una novela
amena, no es una novela inofensiva; siendo fácil de leer, es amarga de sentir;
pero siendo amarga de sentir, no es desagradable de leer. Nada hay sórdido ni
se usan golpes artificiosos aunque sean muchas las cosas que le ocurren a
Lucía, y casi ninguna buena, pero es que treinta años dan para todo, y he aquí
otro gran mérito de esta novela: la forma en que evoluciona el personaje.
Cuando Lucía es niña, es niña; como es adolescente en la adolescencia; como es
joven cuando le toca serlo y madura cuando lo es. Y todo sin sobresaltos,
siguiendo una evolución irreprochable.
Los capítulos finales
son, sin duda, los más emotivos tanto por lo que narran como porque son esos
hechos los que dan sentido a que Lucía, tanto tiempo atrás, se sentara a
contarnos la vida de su familia. Un final tan sencillo como apoteósico. Un
final tan previsible como inolvidable.
Y un final del final
inmejorable. Una canción alegre, Our house, que nos dice que la casa de
Lucía, la casa de los padres con los que nunca convivió, existió en realidad, y
en ella había vivido siempre con ellos e iba a vivir, porque su casa, la de
ellos tres, our house, estaba donde había estado siempre: en su corazón.
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