CANADÁ, de Richard Ford
Primero contaré lo del atraco que cometieron nuestros
padres. Y luego lo de los asesinatos, que vivieron después. El atraco es la
parte más importante, ya que nos puso a mi hermana y a mí en las sendas que
acabarían tomando nuestras vidas. Nada tendría sentido si no contase esto antes
que nada.
Nuestros padres eran las personas de las que menos se podría
pensar que atracarían un banco. No eran gente rara, ni evidentemente
criminales. A nadie se le hubiera ocurrido pensar que estaban destinados a
acabar como acabaron. Eran personas normales –aunque, claro está, tal
afirmación queda invalidada desde el momento mismo en que atracaron el banco.
Tras la lectura de estos dos
primeros párrafos de Canadá (2012, Anagrama, 2013), la última novela de Richard
Ford (Jackson, Mississippi, 1944), la primera pregunta que cabe hacerse
parece inevitable. ¿Estuvo siempre escrita la palabra “mal” en el rostro de un
criminal? Por el contrario, ¿fue todo la triste consecuencia de una infancia
mal digerida, o de las inclemencias de una vida lanzada al cubo de la basura de
antemano? Cojamos cualquiera de las parejas criminales más famosas del
imaginario colectivo, ya vengan de la literatura, el cine o la vida real,
contemplémoslas con detenimiento y atrevámonos a afirmar, sin mayores
problemas, que en su expresión existe cierto componente delictivo, que la
manera como jugaban Bonnie Parker & Clyde Barrow con su rifle
frente a una cámara, o la felicidad que destilaban las sonrisas de Raymond
Martinez y Martha Beck, por ejemplo, denotan una evidente tendencia
criminal. Muchos dijeron en su momento que sí, que aún en el caso de quienes
hasta el momento mismo de cometer el crimen habían pasado por personas normales
se podía distinguir “el rostro del mal” –sobre todo las puritanas
norteamericanas de pelo en pecho y los predicadores de tres al cuarto–.Sin
embargo, Richard Ford viene a decirnos que no, que nos son las personas
las que nacen predestinadas a delinquir, sino la delincuencia quien escoge
caprichosamente a sus ejecutores. Y que, sobre todo, ni los delincuentes deben
ser necesariamente estigmatizados, ni los no delincuentes colocados más cerca
del paraíso, pues siempre la frontera entre realidad y apariencia es demasiado
difusa. Y si no, dejémonos llevar por cierta demagogia: ¿alguien del entorno de
Bernard Madoff supo identificar jamás en él el germen del
“maligno” –recurriendo a cierta concepción gótica–? ¿No se le tenía por
un individuo más que respetable, e incluso admirable? ¿Y en el caso de Mario
Conde, o en el de Félix Millet? Y, en el otro extremo, ¿cómo debemos
considerar a Ramona Maneiro, quien administrara a Ramón
Sampedro el cianuros necesario para terminar con su desgraciada vida?
Preguntas que tratan de responderse con hechos cuando ni siquiera estos escapan
a su propia maleabilidad.Los hechos, sin embargo, no son como unos de los
inventa.
En efecto, Bev Parsons es un atractivo ex integrante de la Fuerza Aérea estadounidense –tan atractivo como laureado, pues acaba de licenciarse con honores por su inestimable contribución a la seguridad de la nación– cuya máxima afición consiste en mantenerse siempre de un humor exultante, incluso cuando todo parece torcerse–. Geneva (Neeva) Kamper es “una mujer menuda, intensa, con gafas, de pelo castaño y rebelde, alguna de cuyas hebras aterciopeladas se deslizaban por el borde de las mejillas hasta debajo de la barbilla”, cuya principal afición, además de dar clases en un instituto de Great Falls, en Montana, consiste en lamentarse por un matrimonio equivocado y en evocar todos y cada uno de los logros académicos que podría haber obtenido de no acabar en brazos de Bev, en aquella noche de primavera en la cual granjearse a un tipo atractivo y uniformado parecía la mejor manera de celebrar el final de la Segunda Guerra Mundial. De esa fortuita unión nacen Dell y Berner, dos hermanos tan conectados por esa misteriosa vinculación que suele unir irremisiblemente a todos los gemelos como separados por la distinta naturaleza de sus ambiciones: él busca el conocimiento a través de un análisis depurado de la realidad, ella lo encuentra a través de una infalible y superior intuición natural. He aquí una familia que, más allá de sus circunstancias adversas, del lastre que supone haberse constituido a partir de una equivocación –porque queda bien claro desde el principio que Bev Parsons y Neeva Kamper no están hechos el uno para el otro– no parece en absoluto portadora de un germen maligno que haya de conducirla, irremisiblemente, a la práctica de la delincuencia. Sin embargo, las cosas no siempre siguen la senda de la lógica. En realidad, raras veces lo hacen. De ahí que, incluso cuando la familia Parsons se nos antoja de lo más entrañable –repito, a pesar de sus circunstancias, que no son nada desdeñables–, podemos aceptar sin pestañear la extraña conversión de esos dos “papás” en atracadores de bancos. O de banco en singular, por a fin de cuentas la suya es una carrera tan corta como desgraciada.
En efecto, Bev Parsons es un atractivo ex integrante de la Fuerza Aérea estadounidense –tan atractivo como laureado, pues acaba de licenciarse con honores por su inestimable contribución a la seguridad de la nación– cuya máxima afición consiste en mantenerse siempre de un humor exultante, incluso cuando todo parece torcerse–. Geneva (Neeva) Kamper es “una mujer menuda, intensa, con gafas, de pelo castaño y rebelde, alguna de cuyas hebras aterciopeladas se deslizaban por el borde de las mejillas hasta debajo de la barbilla”, cuya principal afición, además de dar clases en un instituto de Great Falls, en Montana, consiste en lamentarse por un matrimonio equivocado y en evocar todos y cada uno de los logros académicos que podría haber obtenido de no acabar en brazos de Bev, en aquella noche de primavera en la cual granjearse a un tipo atractivo y uniformado parecía la mejor manera de celebrar el final de la Segunda Guerra Mundial. De esa fortuita unión nacen Dell y Berner, dos hermanos tan conectados por esa misteriosa vinculación que suele unir irremisiblemente a todos los gemelos como separados por la distinta naturaleza de sus ambiciones: él busca el conocimiento a través de un análisis depurado de la realidad, ella lo encuentra a través de una infalible y superior intuición natural. He aquí una familia que, más allá de sus circunstancias adversas, del lastre que supone haberse constituido a partir de una equivocación –porque queda bien claro desde el principio que Bev Parsons y Neeva Kamper no están hechos el uno para el otro– no parece en absoluto portadora de un germen maligno que haya de conducirla, irremisiblemente, a la práctica de la delincuencia. Sin embargo, las cosas no siempre siguen la senda de la lógica. En realidad, raras veces lo hacen. De ahí que, incluso cuando la familia Parsons se nos antoja de lo más entrañable –repito, a pesar de sus circunstancias, que no son nada desdeñables–, podemos aceptar sin pestañear la extraña conversión de esos dos “papás” en atracadores de bancos. O de banco en singular, por a fin de cuentas la suya es una carrera tan corta como desgraciada.
A través del cristal, de la
ventanilla trasera se veía la cara de mi madre. Le hablaba airadamente –o así
me lo pareció– a mi padre, que estaba sentado a su lado. Ella no me vio a mí.
El coche emitió un sonido metálico al encajar la marcha y se despegó del
bordillo en dirección a la esquina del parque. Yo, de pie en el porche, había
presenciado toda la escena. Deja que todo esto suceda. Deja que se lleven
detenidos a mis padres, me decía, como si me importara un bledo lo que hicieran
(...) Y luego esa parte de la historia quedó atrás.
Quien nos cuenta la historia al cabo de muchos años es Dell
Parsons, instalado ya en una más que respetable vejez, con esa capacidad de
indulgencia que solo el paso del tiempo sabe otorgar. Así, su versión de los
acontecimientos se transforma en una suerte de novela de transición a la
madurez. Porque, en efecto, la suya no es solo la historia de un niño que una
mañana se vio obligado a cambiar su acomodada vida de provincias por otra llena
de incertidumbre y oprobio, lejos del calor del hogar y de la tranquilidad que
le infundían unos padres hasta entonces razonablemente aceptables, sino también
la de un adolescente que, una vez instalado en Canadá para huir del tribunal
tutelar de menores, obedeciendo a las disposiciones de su madre, debe luchar
por su propia supervivencia en un entrono hostil, capitaneado por un hombre, Arthur
Remlinger, cuya voluntad de acoger a Dell parece esconder un
propósito perverso. "Y en ese nuevo entorno de prados y cielos que se
pierden en el horizonte, Dell reconducirá su vida y se enfrentará al mundo de
los adultos, aunque para ello deba encararse a Remlinger". Así reza el
texto de contraportada, y así debemos emprender la historia de Dell más
allá de la frontera, cuando sus padres se han resignado a reducir su vida al
espacio comprendido entre las cuatro paredes de su celda y él afronta una nueva
vida en territorio desconocido. Y cuando ese inesperado anfitrión, tan
carismático como sombrío, coloca a nuestro protagonista en un dilema moral tan
perverso como el que tuvieran que enfrentar sus padres en el momento de decidir
si debían atracar ese banco o seguir instalados en una vida triste y
previsible.
Sin embargo, sería injusto atribuir a nuestra falta de
prejuicios la validez del pacto narrativo que nos propone Richard Ford.
Sí, las cosas nunca son lo que parecen –o no siempre–, pero es su inestimable
oficio como novelista lo que convierte la historia de los Parsons en
algo creíble. Muchas veces, a lo largo de los primeros capítulos, nos vemos
inclinados a rechazar el devenir de los acontecimientos que nos propone. Pero
gracias al cuidado puesto por Ford en cada frase, en cada palabra, y
sobre todo a la minuciosa caracterización de sus personajes principales, poco a
poco su propuesta se convierte en algo tan plausible como asombroso. De hecho,
su intención no parece tan encaminada a hacernos creíble una trama
aparentemente rocambolesca como a pedirnos muy educadamente que nos planteemos
la naturaleza de nuestros actos cotidianos, al menos el grado de bondad
residente en ellos. ¿Podríamos nosotros habernos convertido en delincuentes en
el devenir de nuestras vidas? ¿Existe alguna circunstancia que pudiera haberlo
justificado? ¿Estamos hechos de esa pasta? La respuesta la encontraréis en Canadá,
una novela en la que todas las historias parecen escritas a la medida de las
preguntas que van surgiendo en nuestra cabeza a medida que avanzamos en la
lectura, obligándonos a replantear esa frontera que con tanto ahínco hemos
establecido entre nuestra idea del bien y del mal, si no será tan difusa como
aquella que, a lo largo de casi 9.000 km, separa a los norteamericanos de esa
tierra de “prados y cielos que se pierden en el horizonte” llamada Canadá.
Tal vez la narración de esta novela os resulte algo
telegráfica y reiterativa –como suele suceder con las historias de transición a
la madurez, en las que la literatura construida a base de frases cortas e
intimistas, casi dignas de un diario personal, suele erigirse como el mejor
recurso para expresar las desventuras de un adolescente–. O tal vez no estéis
preparados para asumir la responsabilidad de vuestros propios actos. Lo que
seguro, es que Canadá os acercará un poquito más a vosotros mismos. O
mostrará vuestra propia capacidad para establecer fronteras entre lo bueno y lo
malo, entre lo conveniente y lo execrable, de tal manera que aprendáis a
reconocer lo “humanamente” aceptable y a olvidar las engorrosas culpas del
pasado. En eso tiene mucho que ver con la Trilogía de la frontera de Cormac
McCarthy, en cuyos títulos se vislumbra un atisbo de esperanza cuando ya
toda tragedia parece inevitable. O con las novelas vivenciales de ese John Fante tan inclinado hacia la autocrítica más
devastadora como hacia la ternura.
Y al tiempo que les enseño estos libros les hablo de mi
larga vida, si no de los hechos, sí al menos de algunas de las lecciones
aprendidas: que conocerme ahora a los sesenta y cinco años es no poder
imaginarme con quince años (lo cual es muy cierto en el caso de ellos); que no
hay que buscar con demasiado denuedo sentidos opuestos u ocultos –ni siquiera
en los libros que leen–, sino mirar todo lo de frente que puedan las cosas que
puedan ver a la luz del día. En el proceso de articular para uno mismo las
cosas que uno ve, siempre se encontrará sentido y se aprenderá a aceptar el
mundo.
Toda una propuesta programática.
Canadá, de Richard Ford, es una muy buena
novela. Cosa rara en estos tiempos de vacas flacas.
Salvador Gutiérrez
Solís
Ojo, atentos, que ha llegado el
sheriff. Desde que le colocaron la estrella en el pecho, nadie se ha atrevido a
quitársela. Richard Ford es uno de los sheriff de la narrativa
actual, tal vez sea el gran sheriff, el jefe, y por eso, cada cierto tiempo,
para sus fieles siempre más tiempo del que hubiéramos deseado, cuando contempla
que la cosa se desmanda, que comienzan las turbulencias y los agoreros alzan la
voz, pega un puñetazo sobre la mesa y exhibe su fortaleza. En cada nueva
entrega de Ford, tras cada línea, yo creo escuchar: Leed, esto
es una novela, así se escribe una novela.
Richard Ford es
un escritor fiable, una apuesta segura. Es como una de esas marcas de automóvil
o de motocicleta, de solvencia contrastada a lo largo de los años, que nunca te
deja tirado en mitad de la carretera. Sabes, antes de comenzar, que el viaje
alcanzará su objetivo. Puede que con algún bache, tal vez una curva mal
señalizada, nada problemático en cualquier caso, no pasará de un leve susto,
siempre será un buen viaje. Un gran viaje, excepcional, maravilloso, a ratos.
Hay lija y seda, arrugas y
algodón, en Canadá, la nueva novela de Richard Ford.
Una novela dura y sensible al mismo tiempo, terciopelo y acero. Porque así lo
requiere esta historia, Ford recupera ese lado tosco, seco, en
el que tan bien se desenvuelve. La dureza de Montana, la incomodidad de ese
Canadá permanentemente invernal, las despedidas de la adolescencia, la noria de
la vida.
Algunos críticos han intuido
referencias de Carver en la obra de Ford,
aunque también cabe la posibilidad de que suceda justamente lo contrario: Carver
era muy Ford. En cualquier caso, hablamos de narradores que
han establecido el realismo —y, por favor, no adjetivemos ese realismo— como
espacio, marco, ámbito, sobre el que desarrollar una narrativa con aspiración
de totalidad, de diagnóstico exacto y exhaustivo de los hombres, sus días y sus
cosas.
En Canadá, como
en buena parte de sus títulos, se percibe, se huele, se palpa, la artesanía de
la narrativa de Ford. La paciencia del arquitecto de las
palabras, no permite que no ocupen su hueco correspondiente y que cumplan,
adecuadamente, con la función que les fue asignada. Richard Ford camufla
el artificio narrativo con una naturalidad que parece fácil, por su ritmo, por
su familiaridad, porque nos embauca, en una constante demostración por
transformar la laboriosidad en agilidad y el artificio en sencillez. La
sabiduría del arquitecto. Canadá es una novela de personajes y
de localizaciones, de sueños rotos, piruetas del destino y de íntima
introspección. Ford juega con los extremos con una
deslumbrante naturalidad, no pretende que nos sobrecojan, que los rechacemos o
que los asumamos. Sólo nos los muestra, sin juicio, sin contaminar por la
conciencia del escritor. Esta es la historia y así sucedió y así la cuento. Una
novela con un arranque extraordinario, explosivo, que podría haber pesado como
una losa en el desarrollo posterior, pero que Ford sabe
mantener página a página sin ofrecer ni un solo atisbo de cansancio. Modula
ritmos y frecuencias, su respiración no se resiente en las distancias largas.
Por ponerle un reparo a Canadá,
que es un reparo que le hago a toda la obra de Ford, es un
reparo muy personal, prefiero el Ford “narración” al Ford
“reflexión”, y eso que en esta novela la historia, el contar, la
narración, en definitiva, está por encima de la reflexión. Ese bache que no
resta valor al viaje, nada grave.
Nos tiene muy mal acostumbrados Ford,
Canadá es otro título formidable, soberbio, una incontestable
exhibición narrativa: esto es una novela, y así se escribe. Ya sólo nos queda
esperar una próxima entrega. Una tranquila impaciencia, en cualquier caso, no
nos defraudará.
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